Se le rebosan a Don Dinero la basura y las mentiras

La ciudad de Leonia se rehace a sí misma todos los días: cada mañana la población se despierta entre sábanas frescas, se lava con jabones apenas salidos de su envoltorio, se pone batas flamantes, extrae del refrigerador más perfeccionado latas aún sin abrir, escuchando las últimas retahílas del último modelo de radio.

En los umbrales, envueltos en tersas bolsas de plástico, los restos de la Leonia de ayer esperan el carro del basurero. No solo tubos de dentífrico aplastados, bombillas quemadas, periódicos, envases, materiales de embalaje, sino también calentadores, enciclopedias, pianos, juegos de porcelana: más que por las cosas que cada día se fabrican, venden, compran, la opulencia de Leonia se mide por las cosas que cada día se tiran para ceder lugar a las nuevas. Tanto que uno se pregunta si la verdadera pasión de Leonia es en realidad, como dicen, gozar de las cosas nuevas y diferentes, y no más bien el expeler, alejar de sí, purgarse de una recurrente impureza. Cierto es que los basureros son acogidos como ángeles, y su tarea de remover los restos de la existencia de ayer se rodea de un respeto silencioso, como un rito que inspira devoción, o tal vez sólo porque una vez desechadas las cosas nadie quiere tener que pensar más en ellas. Dónde llevan cada día su carga los basureros nadie se lo pregunta: fuera de la ciudad, claro; pero de año en año la ciudad se expande, y los basurales deben retroceder más lejos; la importancia de los desperdicios aumenta y las pilas se levantan, se estratifican, se despliegan en un perímetro cada vez más vasto. Añádase que cuanto más sobresale Leonia en la fabricación de nuevos materiales, más mejora la sustancia de los detritos, más resisten al tiempo, a la intemperie, a fermentaciones y combustiones. Es una fortaleza de desperdicios indestructibles la que circunda Leonia, la domina por todos lados como un reborde montañoso.

El resultado es éste: que cuantas más cosas expele Leonia, más acumula; las escamas de su pasado se sueldan en una coraza que no se puede quitar; renovándose cada día la ciudad se conserva toda a sí misma en la única forma definitiva: la de los desperdicios de ayer que se amontonan sobre los desperdicios de anteayer y de todos sus días y años y lustros.

La basura de Leonia poco a poco invadiría el mundo si en el desmesurado basurero no estuvieran presionando, más allá de la última cresta, basurales de otras ciudades que también rechazan lejos de sí montañas de desechos. Tal vez el mundo entero, traspasados los confines de Leonia, está cubierto de cráteres de basuras, cada uno, en el centro, con una metrópoli en erupción ininterrumpida. Los límites entre las ciudades extranjeras y enemigas son bastiones infectos donde los detritos de una y otra se apuntalan recíprocamente, se superan, se mezclan.

Cuanto más crece la altura, más inminente es el peligro de derrumbes: basta que un envase, un viejo neumático, una botella sin su funda de paja ruede del lado de Leonia, y un alud de zapatos desparejados, calendarios de años anteriores, flores secas, sumerja la ciudad en el propio pasado que en vano trataba de rechazar, mezclado con aquel de las ciudades limítrofes finalmente limpias: un cataclismo nivelará la sórdida cadena montañosa, borrará toda traza de la metrópoli siempre vestida con ropa nueva. Ya en las ciudades vecinas están listos los rodillos compresores para nivelar el suelo, extenderse en el nuevo territorio, agrandarse, alejar los nuevos basurales.

(De Italo Calvino, Las ciudades invisibles. En italiano aquí.)

 

Un ejercicio de volcanes

Hay niebla y no distingo bien a mis compañeros, pero sí su respiración entrecortada, pesada, como pesados y entrecortados son nuestros pasos descalzos, abrumados por el peso de nuestro corazón convertido en piedra. Es de granito y nos empuja hacia la tierra. Camino con las piernas y la espalda encorvadas. Una lluvia finísima va calándome por todo el cuerpo. Damos vueltas a un cráter apagado. Me concentro en el granito de mi pecho y poco a poco consigo convertirlo en gra… gra-ni… ¡granizo! Vemos unos rescoldos en el fondo del volcán y comenzamos a caminar un poco más enérgicamente, como contagiados por esa chispita de fuego. Poco a poco estiramos las piernas y la espalda, pero aún estamos paralizados, tensos, y con la cabeza alerta por si algún daño nos cae de arriba o el cielo mismo se desploma sobre nosotros. Los sudores aplacan el frío, pero poco a poco nuestros músculos van perdiendo tensión, nos vamos relajando y el sudor se enfría. Me froto las manos con fuerza, me restriego los codos y las rodillas, y poco a poco el granizo se va haciendo más blando hasta convertirse en nieve. La niebla se disipa algo. Un escalofrío me recorre la espalda. Tengo los dedos de las manos y los pies entumecidos. No les llega bien la sangre. Dejamos de caminar y nos sentamos al borde del cráter, con las piernas colgando. La chispita de fuego prende y la llama comienza a arder lentamente en el fondo del volcán. Nos arrimamos unos a otros mientras abrimos y cerramos los dedos como peces. La nieve se deshace y un calor muy rico nos asciende por el cuerpo, desde las raicillas de nuestros pies hasta la punta de la nariz. Nos levantamos del suelo y comenzamos a caminar subiendo los brazos alternativamente, las piernas, girando la cadera, comenzamos a correr subiendo las rodillas, golpeándonos atrás con los talones. La niebla se ha disipado. Distingo perfectamente a mis compañeros y sé dónde se sitúa cada uno de ellos en el espacio. El corazón bate agua muy rápido, cada vez más rápido, y pronto alcanza el punto de ebullición y comienza a evaporarse. El sudor se nos arremolina en la frente, en el cuello, en la espalda. Tengo mucho calor. Seguimos caminando y nos desnudamos mientras. Arrojamos nuestros vestidos al fuego, que se hace más grande y fuerte. Entono una nota muy grave y la mantengo. Mis compañeros me siguen hasta que todos cantamos una sola nota. Retumba el volcán. Alguien comienza a bailar y le seguimos. Bailamos poseídos por el ritmo en torno al cráter. Otro compañero comienza a hacer floreos sobre la nota grave. Se alterna con otro o con otros. El volcán arde. Nuestros movimientos se acompasan, cada vez más rápido, frenéticamente. Somos un corazón de fuego y ningún pensamiento logra interrumpir el ritmo de nuestro cuerpo ni sacarnos del momento en el que estamos.

Emil Nolde

Emil Nolde

Mijaíl Chéjov